jueves, 1 de septiembre de 2011

Nada en quince minutos (Eduardo Wilde)

Fui a tomar el tren en Belgrano para ir a la estación Central (Buenos Aires). Atravesé los rieles y me puse a pasear en el andén, parándome de vez en cuando con las piernas abiertas, como un marinero en la cubierta de su buque, para descubrir si se veía el humo de la locomotora.
No había humo ni locomotora por el momento; pero en compensación, una señora joven, seguida de una mucama más joven, cargando ésta a un niño aún más joven (de pecho supongo), pasó la vía y fue a sentarse en uno de los bancos con su séquito.
Yo soy un hombre de buen gusto y lo pruebo, refiriendo que entre buscar el humo problemático de una locomotora por venir y mirar la cara de una señora presente y bien parecida, preferí esto último.
Declaro en confianza que cuando llegó la señora me olvidé del tren y afecté un aire indiferente.
En mis paseos observé:
Primero: Que la señora era realmente linda, madre de un primer hijo, rubia y fresca.
Segundo: Que la mucama tenía la cara redonda, ojos negros vivísimos y una boca como cualquier botón de rosa.
Tercero: Que el niño…¡creo que ustedes no se interesan en el niño!

-¿Se irán solas?-pensé.

En esto apareció su marido; lo conocí en su modo de andar, en su aire descuidado y en los tres boletos que traía en la mano (los niños de pecho no pagan boleto).

La señora tomó una actitud reservada; el marido se puso a hacer fiestas al niño y yo volví a escudriñar el horizonte buscando el humo de la locomotora.

Debe llamarse Elisa, me dije, o Delia o algo en que haya una e y una i: su nombre debe tener dos sílabas o tres a lo más.
Supongo que el lector no piensa que me refiero a la locomotora, ni a la mucama, ni al niño, ni al marido.
La razòn para llamarse Elisa o Delia estaba en el color de su vestido, gris claro: la imaginación tiene su lógica femenina y no admite que una señora vestida de gris claro, rubia, fresca, elegante y un si es no es risueña, casada con un hombre moreno, pueda tener un nombre en que no figuren las letras i; amables letras, distinguidas y livianas.
Ramona, no se llamaba seguramente.
Llegó el tren; yo, fingiendo no importárseme nada de Elsi, subí primero que su familia a un vagón, el más próximo.
Quizá hubo un poco de cálculo en mi apresuramiento.
Celia subió en seguida con su marido, con su mucama, con su niño y con todos sus atractivos; es decir, con su boca blanda, húmeda, bien cortada, sus dientes bañados en rocío del alba, su frente limpia, sus mejillas…dejemos las mejillas para más adelante.
Me senté dando la espalda a la máquina y un poco lejos; también hubo un cálculo orgánico en esto, pero yo no me di cuenta.
Naturalmente, la señora y la mucama con su niño, se sentaría mirando hacia delante, es decir, dando el frente a un servidor de ustedes, y el marido (odioso) dándole la espalda; así sucedió.
Edi, una vez en su sitio, mostró en su semblante hallarse satisfecha; lo mostró no sé cómo, probablemente por aquellos signos de coquetería delicada que todas las mujeres ejercitan aun entre las personas de quienes nada se les importa.
Yo he visto a señoras de mi relación presumirle a una cómoda o hacerle gracias a un espejo para seducir a los demás muebles.
He visto más: alisarse el pelo a una enferma moribunda, antes de dar el último suspiro…
El marido estaba inquieto; sabía por instinto que su mujer trataba de parecer bien al vagón, a los pasajeros, y a los animales que se morían de hambre a uno y otro lado de la vía en los campos pelados.
Yo me fijaba en la nuca del marido; nada poética por cierto; una nuca vulgar, y la señora, de tiempo en tiempo, me miraba rápidamente como diciendo: “gracias, señor, por su admiración”.
A mi vez le habría agradecido la instalaciòn de sus encantos si hubiera sido exclusiva, pero era universal, pues con la misma expresión de amor propio la destinaba al guarda del tren, a los asientos de esterilla vacíos o a los paisajes del camino.
¡Hay un fondo de perversidad innata en las mujeres más felices, más lindas y más distinguidas!.
¿Querrán ustedes creer que la encantadora Friné se puso a besar al niño con la boca más sabrosa que ha viajado en tren, desde Adán hasta la fecha?.
El marido no podíaa prohibirle que besara a su hijo, pero indudablemente habría preferido que no lo hiciera.
¡Sabía que los besos eran para tantalizar al público!
El niño, sorprendido por tamañas efusiones que tal vez encontró inusitadas, diose a mirar con ojos de muñeca y a protestar con gestos afligidos; la mucama se puso más colorada y más bonita; el marido ejecutó un cuarto de conversión, y yo, que me ocupaba en ese momento en calcular la profundidad de unos hoyitos que se dibujaban en la mejilla de la adorable madre, mientras se sonreía deliciosamente, me vi forzado a practicar una diversión (en su sentido técnico y militar) poniéndome a mirar un caballo flaco, afligidísimo, como político en decadencia, empantanado en una zanja.
¡Decididamente el caballo es un animal muy útil para el hombre!
La señora comprendió el reproche mental de su digno esposo y apoyándose en el espaldar del asiento, un feliz espaldar, fingió una tristeza tan melancólica y tan perfecta que hizo al marido derramarse en una lluvia de preguntas cariñosas y llenas de inquietud.
¡Qué arte tan sublime tienen las mujeres para manejar a sus maridos!
Heli volvió a sonreírse y una atmósfera de felicidad, de gracia y de belleza se difundió en el ambiente.
-Central-gritó el guarda tren.
-Tan pronto-contestaron los sentimientos íntimos de los viajeros en todo el compartimento.
La triunfante señora arreó con sus gracias, el marido salió del purgatorio (un siglo había pasado para él en quince minutos) y cuando yo me preparaba a tomar mi postre de emociones viendo bajar a Irene, último nombre que le di a la divina viajera, fui frustrado en mi anhelo por el saludo cariñoso e inoportuno de don Mariano Abreojos, corredor de frutos del país, entre cuyos bigotes tiesos fue a enmarañarse mi visual destinada a un pie probablemente chico y delicado.
¡Así concluyen todos los encantos de esta vida!
¡Nada en quince minutos, sino la supresión de un cuarto de hora!

Eduardo Wilde, Prometeo y Cía. Buenos Aires, Anaconda, 1938

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