LAS ODIAMOS
Las
odiamos. Y me preservo y escondo y
protego en el plural, para no ser tildado de intolerante, sectario o
discriminador.
Ostento
consenso con tan solo cambiar el modo numeral del verbo. Odiamos, excluye la
posibilidad de un prejuicio individual, de un trauma personal. Acuerdan conmigo
una difusa cantidad de indefinidos otros.
¿Quiénes
odiamos? ¿Mi hermano y yo?. ¿Mi familia? ¿Los que comparten mis ideas políticas
o religiosas?.
El
singular es preciso y perfectamente acotado. La pluralidad permite usufructuar
la indeterminación en un difuso y mayoritario apoyo a mi discurso.
Las
odio. Reformulo y concedo. Me responsabilizo de mis dichos, pero para dar la
posibilidad de apoyos espontáneos. Podría ser “a mi me pasa lo mismo” o un
ratificador “tenés razón” de algún cómplice oyente o lector.
Las
odio. Y es difícil y fácil encontrarlas. Te despertás una noche sediento, y
descalzo vas a la cocina a tomar un vaso de jugo y cuando prendés la luz, la
ves en el piso. Se mueve rápida unos centímetros, porque pasos no parecería
apropiado a un ser tan minúsculo. Se detiene un instante y ágilmente va a
esconderse debajo de la heladera o de la cocina o alguna hendidura de la pared.
Y uno
no puede reprimir un gesto o pensamiento de repugnancia. A veces, confundidas,
no aciertan con su escondite, y evito usar el vocablo nido con connotaciones
mas poéticas como cuando nos referimos a pájaros o aún humanos, y reptan
bordeando los zócalos dándonos la posibilidad de castigarlos con un chancletazo
por su osadía tan solo de convivir con nosotros. Y si tenemos la no muy
esforzada destreza de acertarles el sopetón, nuestra repulsión inicial se ve
aumentada ante el resultado de nuestro golpe. La cucaracha aplastada es mucho
mas revulsiva que la viviente que escapa a esconderse. Ese espeso líquido
blando como excremento de pus que emana su cuerpo cascarudo y no sabemos a que
parte de su anatomía corresponde, es en su desagradable derrame una póstuma
venganza visual a su matador. ¿Será su sangre, sus vísceras, comida no digerida?.
Podemos intentar un golpe menos enérgico, que alcance para matarla sin
aplastarla, pero es muy difícil de lograr. Podemos regular nuestra fuerza del
sopapo de pantufla, para no masacrarla, pero seguramente quedará dada vuelta y
con el movimiento de sus patas parecería amenazarnos de que se recuperará y
seguirá ocultándose de nosotros y hurgando los rincones de nuestro hogar.
Nadie
sabe porque nos ensañamos con ellas, dado que son si se quiere inofensivas. Al
menos comparándolas con sus congéneres de la pirámide biológica. Las hormigas y
gusanos comen nuestras plantas, las polillas la ropa y los mosquitos nuestro
propio cuerpo. Y a pesar de que ostensiblemente nos perjudican o agreden, no
tenemos contra ellos la misma animosidad que contra los blátidos. Podríamos
argüir el atentado a la higiene de nuestras comidas, pero mas alevosas son las
moscas a las que usualmente las vemos posarse impúdicamente sobre nuestros
alimentos y no mostramos la misma animosidad.
Matar a
una hormiga no nos afecta. A un mosquito, tampoco, a no ser que estuviera
inyectado con sangre no digerida, y en tal caso el leve desagrado y
antihigiénica mancha roja en nuestras palmas, se ve justificado por la idea de
que esa sangre podría ser la nuestra y nuestro agresor ha sido justamente
castigado. Aplaudir a una polilla, tampoco nos repulsa y tras caer en círculo,
su cuerpo inerte sigue teniendo su forma y hasta delicadamente podemos
levantarlo del piso asiendo una de sus alas sin que esto nos produzca
desagrado. A lo sumo, una dorada purpurina de sus alas habrá dejado una leve
marca en nuestras manos.
Las
cucarachas son odiadas por su desagradable forma de morir, por el injurioso
espectaculo de sus cuerpos masacrados derramando sus viscosidades. Nos afecta
la repugnancia de sus deshechos que nosotros mismos generamos al aplastarlas
con odio, con saña, con repulsión.