viernes, 16 de marzo de 2012


LAS ODIAMOS

Las odiamos.  Y me preservo y escondo y protego en el plural, para no ser tildado de intolerante, sectario o discriminador.
Ostento consenso con tan solo cambiar el modo numeral del verbo. Odiamos, excluye la posibilidad de un prejuicio individual, de un trauma personal. Acuerdan conmigo una difusa cantidad de indefinidos otros.
¿Quiénes odiamos? ¿Mi hermano y yo?. ¿Mi familia? ¿Los que comparten mis ideas políticas o religiosas?.
El singular es preciso y perfectamente acotado. La pluralidad permite usufructuar la indeterminación en un difuso y mayoritario apoyo a mi discurso.

Las odio. Reformulo y concedo. Me responsabilizo de mis dichos, pero para dar la posibilidad de apoyos espontáneos. Podría ser “a mi me pasa lo mismo” o un ratificador “tenés razón” de algún cómplice oyente o lector.

Las odio. Y es difícil y fácil encontrarlas. Te despertás una noche sediento, y descalzo vas a la cocina a tomar un vaso de jugo y cuando prendés la luz, la ves en el piso. Se mueve rápida unos centímetros, porque pasos no parecería apropiado a un ser tan minúsculo. Se detiene un instante y ágilmente va a esconderse debajo de la heladera o de la cocina o alguna hendidura de la pared.
Y uno no puede reprimir un gesto o pensamiento de repugnancia. A veces, confundidas, no aciertan con su escondite, y evito usar el vocablo nido con connotaciones mas poéticas como cuando nos referimos a pájaros o aún humanos, y reptan bordeando los zócalos dándonos la posibilidad de castigarlos con un chancletazo por su osadía tan solo de convivir con nosotros. Y si tenemos la no muy esforzada destreza de acertarles el sopetón, nuestra repulsión inicial se ve aumentada ante el resultado de nuestro golpe. La cucaracha aplastada es mucho mas revulsiva que la viviente que escapa a esconderse. Ese espeso líquido blando como excremento de pus que emana su cuerpo cascarudo y no sabemos a que parte de su anatomía corresponde, es en su desagradable derrame una póstuma venganza visual a su matador. ¿Será su sangre, sus vísceras, comida no digerida?. Podemos intentar un golpe menos enérgico, que alcance para matarla sin aplastarla, pero es muy difícil de lograr. Podemos regular nuestra fuerza del sopapo de pantufla, para no masacrarla, pero seguramente quedará dada vuelta y con el movimiento de sus patas parecería amenazarnos de que se recuperará y seguirá ocultándose de nosotros y hurgando los rincones de nuestro hogar.

Nadie sabe porque nos ensañamos con ellas, dado que son si se quiere inofensivas. Al menos comparándolas con sus congéneres de la pirámide biológica. Las hormigas y gusanos comen nuestras plantas, las polillas la ropa y los mosquitos nuestro propio cuerpo. Y a pesar de que ostensiblemente nos perjudican o agreden, no tenemos contra ellos la misma animosidad que contra los blátidos. Podríamos argüir el atentado a la higiene de nuestras comidas, pero mas alevosas son las moscas a las que usualmente las vemos posarse impúdicamente sobre nuestros alimentos y no mostramos la misma animosidad.

Matar a una hormiga no nos afecta. A un mosquito, tampoco, a no ser que estuviera inyectado con sangre no digerida, y en tal caso el leve desagrado y antihigiénica mancha roja en nuestras palmas, se ve justificado por la idea de que esa sangre podría ser la nuestra y nuestro agresor ha sido justamente castigado. Aplaudir a una polilla, tampoco nos repulsa y tras caer en círculo, su cuerpo inerte sigue teniendo su forma y hasta delicadamente podemos levantarlo del piso asiendo una de sus alas sin que esto nos produzca desagrado. A lo sumo, una dorada purpurina de sus alas habrá dejado una leve marca en nuestras manos.

Las cucarachas son odiadas por su desagradable forma de morir, por el injurioso espectaculo de sus cuerpos masacrados derramando sus viscosidades. Nos afecta la repugnancia de sus deshechos que nosotros mismos generamos al aplastarlas con odio, con saña, con repulsión.