domingo, 30 de octubre de 2011

El Falephel - Sebastián


¿Comerás lo desabrido sin sal?
¿O habrá gusto en la clara de huevo?
Job, VI, 6


¿Qué gusto
tiene la sal?
Carlos Salim Balaá, MCMLXXIX

La candente mañana de febrero en que el Dodge fue aplastado entre un sesenta y la casa de la esquina fue una mierda. Los días que siguieron no fueron mucho mejores.

Anduve perdido, desorientado y terminé visitando el taller de Pelé Sardán, el último lugar al que había llevado al Dodge. Había algo de místico, de sagrado en ese galpón de Warnes y Santos Dumont. No solo quedaban ahí las últimas partes del Dodge que no habían ido a parar al chatarrero, ahí Pelé le había hecho del primer al último service, había reemplazado bujías, alineado los ejes, cambiado neumáticos, incluso sacado los bollos de aquella vez que me llevó puesto un Siena marrón en la bajada de la General Paz y Lope de Vega. Pelé Sardán conoció al Dodge de una forma que no yo nunca pude y ahora nunca iba a poder. Por eso lo aborrecí. Eso y porque era un salame.

No solo un salame, también era un pesado del peor tipo. Siempre me decía que había heredado el oficio del viejo pero lo que a él le apasionaba era la cocina. Hablaba durante horas acerca de la revolucionaria receta de chimichurri en la que venía trabajando desde hace años. Pero mi deseo de estar de nuevo cerca del Dodge de alguna forma pudo más que mi repulsión y seguí visitando el taller. Las primeras veces busqué alguna excusa, llevarle una lata de Bardahl que ya no iba a usar o un calendario de Silvina Luna para reemplazar al de Beatriz Salomón que casi era indistinguible, pero al final iba simplemente a tomar unos mates.

Un día en el que pasé por el taller cerca del mediodía me dio a probar un choripán con su famoso chimi. Deben haber pocas formas peores de arruinar un choripán. Al principio pensé que se le había caído al piso antes de servírmelo y por eso tenía ese gusto a carbón, tierra y diesel pero inmediatamente empezó a elogiar sus características. Todos estos sabores eran intencionales, según él para que sea como probar un bocado del ser nacional.

Una tarde me llamó a mi casa. No recordaba haberle dado mi número pero me dijo que quería juntarse a hablar de algo y acepté. En cuanto llegué me contó que por fin estaba planeando poner una parrillita. Ahí me di cuenta de sus intenciones. Quería pedirme la receta de mi pan frito con sabor a osobuco para los sanguches con su chimichurri. Mi temor resultó infundado: quería que yo lo ayudara a conseguir la receta de figazas de cebolla de la hermana Bernarda. Lo mandé a freir espárragos.

Poco tiempo después me volvió a llamar, agitadísimo. Iban a tirar abajo el taller para poner un Starbucks. No entendí muy bien como había llegado a esa situación pero tampoco Pelé estaba interesado en dar muchas explicaciones. Lo que le preocupaba era que para terminar la receta de su chimichurri necesitaba el taller, ya que ahí había un Falephel. Un Falephel, aclaró, era una comida que contiene a todas las comidas. Pasándole la lengua uno puede experimentar todos los sabores.

No perdí tiempo. Corté, me subí a un taxi y fui para allá. Pelé siempre había sido medio raro pero esto era demasiado. Fuera que estuviera diciendo la verdad o se hubiera vuelto completamente loco, de cualquier manera quería ser testigo de eso.

Llegué en menos de veinte minutis. Warnes estaba casi desierta a esa hora. Pelé parecía seguir muy alterado. Me hizo pasar a la parte del fondo, donde él vivía y a donde yo nunca había ido. Me dijo que iba a buscar algo para tomar y me dejó esperando en lo que era una especie de living. Ahí tenía una pared llena de fotos de sus distintos trabajos. Cerca del centro, algo más grande que las demás, había una foto de mi Dodge, de cuando le sacó los bollos y arregló el parabrisas. Mirando el turquesa refulgente de la carrocería casi se me cae un lagrimón. Me acerqué y le susurré a la foto.

- Mi Dodge querido. Cuántos caminos recorridos. Soy yo, Dumas.

Ahí apareció de vuelta Pelé con un vaso de fernet en cada mano. Me dio uno y luego de algunos comentarios más sobre la importancia del Falephel para su receta me llevó hacia el sótano y nos paramos frente a una de las paredes. Me dijo que abriera la boca y antes de que pudiera reaccionar me dio un pequeño empujón. Con la lengua llegué a tocar un punto en la pared. Probé el Falephel.

Saboreé una crema batida en Chantilly y un champán fermentado en Champaña. Saboreé el agua de todos los mares y todos los baños. Saboreé el la suela de un maratonista cruzando la meta. Saboreé todos y cada uno de los posibles cortes de carne, antes y después de ser cortados. Saboreé la hiel de la derrota y la mejor de las compotas. Saboreé la Meca, el Muro de los Lamentos, cada rincón del Vaticano. Saboreé el cuerpo humano en cada uno de los estados de descomposición. Saboreé un ají tan picante que haría llorar hasta al 3 de All Boys. Saboreé la camiseta del 3 de All Boys al final del segundo tiempo suplementario. Saboreé el oxido de las bujías del Dodge. Saboreé los últimos restos de combustible en el carburador.

Todo esto saboreé en un mismo instante. Pero nuestro sistema gustativo no está preparado para percibir tal infinidad de sabores simultáneamente. Ya más de uno se le complica. Todos los sabores se unieron en uno solo. El sabor de todo el universo, el sabor de todo lo que es fue y será tomó una única forma. El sabor que me quedó en la boca fue algo así como haber estado chupando agua de la zanja. Sentí ganas de vomitar y un admiración indescriptible por el inventor de la pasta de dientes.

- ¿Qué tul? Vos pensabas que ya lo habías probado todo pero esta no la tenías, ¿Eh, Gato? - dijo la chillona voz de Pelé, sacándome del trance que me había provocado el probar el Falephel. - ¿No es lo mejor que probaste en tu vida?

En ese instante concebí mi venganza. Le dije que sí, que era perfecto. Que con esto se iba a hacer millonario, que no tenía que dejarlo pasar. Que apostara todo al Falephel y no iba a perder. Sin dejar que me hiciera más preguntas me apuré a despedirme.

Caminando por Warnes hacia Dorrego todavía podía sentir el sabor del Falephel en mi boca. Paré en un quisco y gasté todo lo que tenía en el bolsillo en una botella de whiskey barato y medio kilo de golosinas. Temí que nunca pudiera ser capaz de comer otra cosa sin sentir de nuevo ese sabor. Felizmente, luego de la quinta sesión de buches con vodka y miel, pude volver a disfrutar de una bondiola a la parrilla.

Post data. Un tiempo después me enteré que Pelé Sardán abrió una parrilla / restó cerca del taller que se llena todos los días de hipsters y tecno hippies que alaban su cocina indigerible. Lo llaman El Bulli de Villa Crespo. Mientras tanto a mi restaurant otra vez lo dejaron afuera de los destacados de Guía Oleo. Una mierda.


Al Taunus Rojo.

1 comentario:

  1. Muy bueno. Cuando fue leido me perdi algunas cosas y ahora las descubro

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